sábado, 7 de marzo de 2015

Jesús y el Templo



            Este domingo nos encontramos con un pasaje en el evangelio, que es preciso entender bien, porque a veces se ha interpretado equivocadamente, por ejemplo, se ha usado en ocasiones para justificar la violencia de los cristianos.   Para comprender el gesto de Jesús al expulsar a los mercaderes del Templo, tenemos que comprender lo que significaba el Templo de Jerusalén para los judíos. El Templo era para los judíos la principal institución religiosa, política, civil y económica en tiempos de Jesús.   Allí se tributaba el culto a Yhavé.  El Templo era  el lugar donde se mantenía viva la tradición judía.  Podemos decir que toda la vida del judío giraba alrededor del Templo de Jerusalén.   Las clases religiosas como los sacerdotes, levitas, fariseos y escribas tan numerosos ellos, vivían del Templo y usaban su significación religiosa para su propio provecho.   El pueblo vivía anonadado ante la magnificencia de aquel suntuoso y descomunal edificio.  En el atrio de este Templo se situaba el mercado de animales para los sacrificios (toros, terneros, ovejas, cabras, palomas), algún historiador dice que se llegaron a sacrificar más de 250.000 corderos en la Pascua de un solo año.  Allí también se situaban las mesas para el cambio de moneda. Todo ello hacía afluir grandes cantidades de dinero provenientes de todos los judíos del mundo que cumplían con el precepto de la ley que les obligaba a pagar el diezmo de sus ingresos y las primicias de sus cosechas.  El Templo se había convertido en una estructura de poder y explotación en favor de unos pocos.  Por eso no nos tiene que extrañar que Jesús arremetiese contra todo esto.  El gesto simbólico de la expulsión de los mercaderes quiere significar que para Dios, para el Dios vivo de Jesús, se han acabado los cultos externos, los Templos y las instituciones.  En el nuevo orden de cosas que Jesús inaugura el verdadero Templo donde rendir culto a Dios es la misma persona de Jesús.  El es el verdadero lugar de encuentro de Dios con el hombre, y por derivación todos los seres humanos son los verdaderos Templos de Dios.   Todo lo que se hace por un hermano es culto a Dios.  Ya no hay lugar para la explotación, ni para el dominio de unos sobre otros, ni para el figurar, ni el dominar, ni el poder.  En el Reino que Jesús ha inaugurado, las relaciones humanas se convierten en lugar de presencia de Dios y el servicio como el único y verdadero sacrificio agradable a Dios.

          La primera conclusión para nuestra vida cristiana es que todos nuestros templos, todos estos magníficos edificios en los que nos reunimos desde hace siglos para celebrar los sacramentos, no son nada, no sirven para nada si en ellos no se reúne una comunidad que tiene muy claro que en medio del mundo tiene que ser servidora de los hombres.   Por eso, nos tenemos que preguntar muy seriamente hasta qué punto nuestras celebraciones, los sacramentos que celebramos tienen un verdadero sentido cristiano.  Si bautizamos a nuestros hijos porque es lo que siempre se ha hecho,  si nuestros jóvenes se confirman porque no quieren perderse la cena que luego celebran,  si llevamos a la primera comunión a nuestros niños gastándonos tanto dinero simplemente porque todos lo hacen, si los novios se casan por la iglesia porque es más bonito y queda mejor en las fotos, nos estamos mereciendo los mismos azotes que Jesús propinó a los mercaderes y ser expulsados del templo. 

          Y en esto no somos solamente los curas los que tenemos que poner remedio,  es toda la comunidad la que tiene que tomar conciencia de lo que nos estamos jugando.  Nos estamos jugando la credibilidad ante el mundo y la pervivencia de nuestra fe. No podemos permitir que nuestra Iglesia se convierta en lo que se convirtió el Templo de Jerusalén, en un mercado, donde se hace la compraventa del quedar bien ante los demás, o cumplir con un rito vacío.  Todos somos responsables de ello, cada uno de nosotros en nuestras familias y con nuestros vecinos nos tenemos que mostrar críticos cuando nos disponemos a pedir un sacramento.   Si la pertenencia a la comunidad deja mucho que desear, si incluso, como en ocasiones hay desprecio por la Iglesia, si las actitudes que acompañan la celebración del sacramento son antievangélicas, tenemos que ser valientes y denunciarlo, aconsejando no realizar ese sacramento. 

          Hermanos, que nuestras celebraciones sean siempre aliciente y acicate para celebrar el único culto que Dios quiere y espera de nosotros: el servicio a los demás.

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